martes, 3 de junio de 2014

Lo que mucha gente no entiende de la deuda pública

La deuda pública es una mala cosa para los más pobres. La gente, mucha ella de izquierda, no parece entender algo tan simple y tan fundamental.
La deuda pública es un mal sustituto de los impuestos. En vez de conseguir más impuestos para financiar el gasto social, los gobiernos lo piden prestado. Y ¿quién se beneficia de esto? Pues la gente que tiene ahorros para invertir, es decir el sector más acomodado de la población, a quien hay que pagarle sus intereses.

Me explico. La deuda pública actual de España (similar a la de los demás países europeos) equivale más o menos a un año de PIB. A grandes rasgos, resulta que es una cantidad similar a todas las propiedades del Estado juntas: hospitales, carreteras, colegios, empresas, cuarteles, dependencias oficiales, etc.
Así pues, si el Estado vendiera todas sus propiedades cancelaría más o menos la deuda y no le quedaría nada. Obviamente, luego tendría que pagar una renta por seguir usando los hopitales, las carreteras o los colegios a sus nuevos y muy privados dueños. Es una barbaridad, pero hay gente muy seria que lo propone (hubo una portada del Economist no hace mucho abogando por eso).
Pero si eso parece una barbaridad, en realidad la situación actual es prácticamente la misma. Los intereses que pagamos a los tendedores de deuda pública son equivalentes a dichas rentas.

Reducir la deuda no es pues "de derechas". Es de izquierdas. Reducirla a base de subir los impuestos a los más ricos, claro está, no vendiéndolo todo.

Otra cosa que la gente no entiende de la deuda pública es que no tendría por qué existir en absoluto. Desde octubre de 1976 (el día que los EEUU terminaron con la convertibilidad de los dólares en oro) el dinero es sólo papel, así que los bancos centrales pueden imprimir todo el que deseen. Así que ¿para qué pedir dinero prestado cuando tienes la impresora de billetes en casa?
 Cuando los bancos centrales estaban controlados por los gobiernos, se imprimía gran cantidad de dinero sobre todo para financiar guerras. Imprimir dinero cuando se necesita es como las drogas: es muy fácil engancharse. Y si te enganchas, se dispara la inflación, y se puede entrar en un círculo vicioso: imprimes dinero, el dinero baja de valor, así que imprimes un poco más, con lo cual el dinero pierde más valor aún... El fantasma de la hiperinflación, en la que en 1922 una barra de pan llegó a valer millones de marcos, y su precio se duplicaba en pocas horas, está grabado en la mente colectiva del pueblo alemán.
Por esta razón, la mayoría de los países instituyeron la independencia del banco central. Esto es sin duda una anomalía democrática. Equivale a la decisión de un bebedor de darle las llaves de la bodega a su mujer para no caer en la tentación de abusar. El banco central se supone que imprime dinero sólo en la medida que crezca la economía (y un poquitín más, lo que genera una inflación moderada, que se supone que es saludable).
El resultado es que cuando no hay dinero para pagar los gastos, el Estado pide prestado el dinero y lo devuelve con intereses, como cualquier hijo de vecino. Esos intereses, que se van a los bolsillos de los inversores (y ni siquiera se queda el dinero en casa, dado que muchos son extranjeros), representan más dinero que la sanidad pública. Si en vez de hacer eso se le pidiera al banco central que crease el dinero, no habría deuda pública. El banco central, en vez de imprimir billetes, simplemente compra los bonos (que podría hacerlo a cero interés), sencillamente haciendo un asiento contable, dado que la capacidad de crear dinero de un banco central es ilimitada.

En definitiva y por mucho que esto pueda dejaros los ojos como platos: en vista de que a los parlamentos y a los gobiernos democráticamente elegidos no se les puede confiar la llave de la impresora de hacer dinero, ellos mismos han creado los bancos centrales y el resultado es que pagamos todos los años una suma estratosférica a inversores de las clases más acomodadas y a extranjeros, en vez de destinar ese dinero a gasto social.

Aún hay más. Pero eso será en otro post.


jueves, 6 de febrero de 2014

Por qué el fracaso de la privatización de los hospitales de Madrid es una buena y una mala noticia

Y la Comunidad de Madrid tiró la toalla. Su pretendida reforma, que buscaba privatizar la gestión de seis  hospitales y 27 centros de salud de la red pública sanitaria de la Comunidad, fue abandonada. Su impulsor, el Consejero de Sanidad Javier Fernández-Lasquetty se fue con el rabo entre las piernas.

Esto es una buena noticia. Lasquetty nunca presentó números claros que justificasen la cápita que se pagaría a los concesionarios, ni produjo ningún estudio serio que demostrase ahorro alguno. Así las cosas, cualquiera podría sospechar que la prentendida privatización era un negociete. No había garantías de que la prestación de los servicios sanitarios redundase en beneficio de los ciudadanos.
Contratar un servicio público, garantizando precio y calidad, es difícil. En el caso de los servicios sanitarios es endemoniadamente difícil. Hay que hacerlo con mucho rigor, transparencia y muchos, muchos datos de alta calidad, contrastados y auditados. Series históricas, codificaciones sólidas, medias y varianzas, suficiente granularidad para entender lo que pasa y por qué. Complicaciones, mejores prácticas, tiempos de supervivencia para enfermedades terminales, encuestas subjetivas de satisfacción, respeto y cuidado, reingresos innecesarios, comorbilidades en la presentación.., La lista es enorme.
Y sólo si sabemos qué tal lo hacemos ahora y cuánto nos cuesta hacer cada cosa ahora, tendremos un criterio para evaluar si podemos ahorrar y mantener (y mejorar) la calidad (los "outcomes", que los llaman). Una vez hecho eso, podremos decidir si debemos buscar nuestra mejora en la prestación pública, en la privada, o dónde.
Nada de eso se ha hecho. ¿Cómo podemos saber si los madrileños saldrían ganando? De ninguna forma.

Cuando se contrata un servicio tan complejo como la prestación de servicios sanitarios, el control de la calidad de los servicios prestados es crucial. Y los servicios de salud públicos en España (a diferencia de los países más avanzados de Europa) nunca lo han hecho, ni saben cómo. Después de todo, ¡es tan fácil ahorrar a base de empeorar los outcomes! Especialmente aquellos outcomes que el proveedor sabe que nadie está mirando (que serían la mayoría). En Alemania, la proporción de pacientes con cáncer de próstata que tienen disfunción eréctil severa un año después de la operación es del 76%. Pero en el mejor hospital, es sólo el 17%. Los alemanes pueden consultar estos datos. ¿Cuáles son las cifras por hospital en España? Ejem... no lo sabemos, no son públicas, quizá nadie lo sepa.

Y después viene la auditoría. Si medimos un determinado resultado, por ejemplo, la espera media para ser visto por el especialista de cardiología, se requiere una auditoría independiente para verificar que no se están manipulando los datos, con multas multimillonarias para las infracciones. Por cierto, la Comunidad de Madrid tiene una larga historia de manipulación de las listas de espera, así que quizá esto lo haría bien (nadie como un golfo para cazar a otro).

Lo que se ha hecho parte de una posición ideológica liberal: el Estado es un mal gestor y un pésimo empleador. El PP ganó las elecciones en la Comunidad con un programa liberal (un poco sui géneris, de acuerdo) y no hay nada antidemocrático en ello. Como todas las posiciones ideológicas, es una visión esquemática y simplificada del mundo. IU tendrá otra posición ideológica opuesta, tan pueril como la del PP "(la provisión de servicios por el Estado es buena, porque el motivo del beneficio es perverso").
Las posiciones ideológicas distorsionan el mundo, el cual, para bien or para mal, es mucho más complicado. Y cualquier ideología puede llevar al desastre si se aplica así, sin más.

Un liberal ingenuo, estúpido o malintencionado sostiene que si la provisión se hace privadamente, de alguna forma se ahorrará (¿cómo?) y aumentará la calidad (¿por qué?).
Pero la lógica que hace de la empresa privada un modelo eficiente es que opera en un mercado libre, donde sus clientes puede optar por otro proveedor a su antojo. Lo que incrementa la calidad y reduce los costes no es principalmente la libertad de apretar las tuercas a los trabajadores (que también), sino los clientes votando "con los pies". Esa es la implacable fuerza darwiniana que elimina a los peores y consigue bajar los precios. La famosa destrucción constructiva. Tal proceso es la base de la ideología liberal. Otra cosa es cómo trasladarlo al caso concreto de la prestación de un servicio público tan complejo como la prestación de servicios sanitarios.

¿Acaso es ese escenario de competencia el que se promovía con la pretendida reforma? Difícilmente. ¿En qué medida se contemplaba que  los concesionarios de los hospitales o centros de salud competirían entre ellos a muerte para atraer pacientes? En ningún lado. Así que lo que tenemos es empresarios privados con una clientela prácticamente cautiva, que lo que tienen que hacer es jugar a bajar los costes y tratar de que no les pillen mientras bajan aún más la calidad asistencial. En fin.

Que tal intento haya fracasado es sin duda una buena noticia. Pero también es una mala noticia.

La marea blanca (los médicos en la calle) ha ganado el pulso. Con algunas buenas razones: el proceso no era limpio; la competencia, falsa; los números salían de una chistera; los ahorros, inciertos; la calidad y la seguridad de los pacientes, dudosa, nuestro modelo sanitario da actualmente buenos resultados en términos de salud pública con un coste per cápita más bajo que la mayoría de los países de la OCDE. Todas buenas razones. Durante las negociaciones, representantes de los trabajadores admitían que sí, que se podían mejorar muchas cosas, y presentaron iniciativas concretas de cómo mejorar la gestión sin necesidad de cambiar de modelo. Sus propuestas fueron ignoradas desdeñosamente.

Pero como todo vale en la guerra, los médicos han echado mano de una formidable artillería demagógica. Una gran cantidad de eslóganes se refieren a que la sanidad pública "no se vende, se defiende". Se ha tratado de demonizar cualquier modelo sanitario basado en la gestión privada con una financiación pública, confundiendo a la ciudadanía sobre el modelo y creando miedos injustificados sobre las perversiones inherentes al mismo. Se ha ignorado que países con magníficos resultados y alta transparencia, y con democracias más limpias que la nuestra, utilizan este modelo u otros similares. Se ha ignorando el dato de que la mayor parte nuestra eficiencia se debe sencillamente a que los salarios de los médicos españoles son considerablemente más bajos que los de otros países (en términos de poder de compra), no a que nuestros procesos sean inmejorables. Finalmente, se ha tratado de echar tierra sobre algo que es más que obvio: que los trabajadores de la sanidad pública también tienen intereses y preocupaciones de tipo laboral, haciendo parecer que su única preocupación son y han sido siempre los pacientes, no la seguridad en sus puestos de trabajo. Intereses y preocupaciones ciertamente muy legítimas, pero que no podían ser enarboladas públicamente si se deseaba atraer la simpatía de la población. Así que una legítima reivindicación laboral se envolvió de con una bata blanca, pura de espíritu, libre de pecado, generosa.
Si los argumentos que esgrimía Lasquetty eran ideológicos (quizá ocultando otros menos presentables), los argumentos de los médicos no lo eran menos (y también ocultaban otros).
La marea era blanca porque la mayoría de los manifestantes eran trabajadores de la sanidad pública. Los beneficiarios de tanto altruismo eran los ciudadanos-pacientes, que superan en número, en proporción de varios cientos a uno, a los trabajadores afectados. Y, sin embargo, no era esa ciertamente la proporción de los manifestantes. ¿por qué los indefensos pacientes están varios cientos, o quizá miles, de veces menos preocupados por la privatización que los trabajadores sanitarios, cuando éstos últimos tienen contactos y pueden defenderse mejor? ¿Es meramente una coincidencia que los sanitarios se movilicen por el bien de los pacientes, con tanta vehemencia y tesón, justo cuando su futuro laboral está amenzado?

Ahora la batalla ha terminado. El odiado y odioso Lasquetty está haciendo crucigramas. Los médicos vuelven a sus quehaceres. Aquellas ofertas para mejorar la gestión de la sanidad, pero manteniendo la titularidad pública, que en momentos de zozobra los profesionales habían puesto encima de la mesa, han sido archivados en algún estante y una fina pátina de polvo, muy lentamente, empieza a depositarse sobre las carpetas. Eso es una mala noticia.