jueves, 26 de febrero de 2009

La pena de muerte, un dilema moral en estado puro

La pena de muerte cumple todas las funciones de una pena, (ver el post anterior) salvo la de servir de escarmiento al reo, por razones obvias.  Es incompatible con la Constitución, porque no consigue la reinserción, que es el único objetivo declarado. 
La pena de muerte es una opción barata (es muy cara en EEUU, pero no tendría por qué ser así.) En cuanto a la seguridad, es obviamente la mejor. Su potencial disuasorio se ha puesto en cuestión, sobre si es mayor que el las largas condenas o no. Puede que no sea mayor, pero tampoco menor. Su valor en cuanto al resarcimiento moral de las víctimas y de la sociedad es muy elevado. 
Existen otras pegas, no conectadas con que sirva mejor o peor sus funciones como condena. Su irreversibilidad se cita a menudo. El argumento suele combinar la probabilidad de error en la condena (que no es nula) con el valor de la vida humana (que para el argumento se toma como infinito) . De esta forma, la más pequeña probabilidad de error da como resultado una pérdida inasumible. Asignar un valor infinito a la vida humana es muy discutible. Proviene de un sentimiento religioso (la vida humana es sagrada, la da Dios y sólo Él la puede quitar) o apriorístico, imposible de atacar o de defender.
En mi opinión, es un argumento débil. Si el valor de la vida humana es incalculable, ¿no habría de ser igualmente incalculable una reclusión de treinta años? A fin de cuentas, supone una proporción importante de la vida que tiene por delante un adulto. Ha habido casos de condenas injustas que se han rectificado cuando el reo había cumplido muchos años de cárcel y su vida estaba perdida y destrozada.  En este caso, el condenado aún vive, pero el daño es igualmente irreversible.
El sufrimiento físico durante la ejecución también es una cuestión menor. Muchos condenados a penas de cárcel aceptarían pasar por un sufrimiento físico equivalente (pero que no provoque la muerte o deje secuelas) a cambio de que se les perdonase su condena. Además, disminuir el sufrimiento físico es una cuestión técnica fácilmente soluble. 
En mi opinión, el asunto de la pena de muerte es un dilema moral. Una sociedad debe decidir si tiene derecho a terminar con la vida de una persona en contra de su voluntad. Por muy conveniente que sea esa condena desde el punto de vista económico y funcional, si la sociedad la considera inmoral, todo lo demás huelga. Como con todas las cuestiones morales (excepto en las sociedades teocráticas) cada individuo responde ante su conciencia (o consulta con su dios o una persona que interpreta la voluntad del mismo) y da finalmente su opinión. Luego se cuentan las opiniones (los votos) y se hacen las leyes. No hay más vueltas. Como la forma en que cada persona llega a su propia conclusión es inexcrutable y privada, el debate sobre la pena de muerte se pierde en argumentos económicos, de irreversibilidad o de crueldad. Es lógico: una discusión de naturaleza moral no tiene mucho recorrido en una sociedad laica. No hay un libro sagrado,  aceptado por todos, que interpretar como sucedía en el pasado. No hay unos estudios científicos que discutir, porque el debate no se resuelve en términos de eficacia.
Y como es un dilema moral, el debate subsiste y se niega a morir. A aquellos que lo quieren dejar como superado para siempre, hay que decirles que eso es un espejismo. Lo mismo que el asunto del aborto, que para una parte de la sociedad es equivalente a un asesinato y es también un dilema moral. 


miércoles, 25 de febrero de 2009

Que se pudran en la cárcel

Cuando la ciudadanía está indignada por un crimen horrendo, siempre se oyen voces clamando por la implantación de la pena de muerte. Los políticos, queriendo sintonizar al máximo con los sentimientos de la gente, suelen abogar porque los culpables "paguen por lo que han hecho", que caiga sobre ellos "todo el peso de la ley" o, para mayor efecto, que sean capturados y "que se pudran en la cárcel". Este último tiene el tono adecuado: el de alguien que está lleno de rabia, aunque se contiene para no pedir la pena capital. Truquillos de político.
A lo que voy: estas manifestaciones públicas dejan al descubierto lo que todos sabemos en el fondo. Por mucho que lo diga el artículo 25 de la Constitución de 1978 siguiendo las tendencias más modernas y civilizadas de los penalistas, las penas que se imponen por los delitos no deben tener como único objetivo la reeducación y la reinserción social del delincuente. Ni debe ser así, ni de hecho lo es.
Las cárceles existen desde tiempo inmemorial, mucho antes que las teorías de los penalistas, y cumplen cuatro funciones muy claras.
La primera función de la condena es la seguridad. Un peligroso criminal no debe estar suelto. Todo el tiempo que esté entre rejas es tiempo de tranquilidad para la sociedad.
La segunda función  es el resarcimiento de las víctimas y de sus familiares y de la sociedad en general. Dicho de otro modo, el deseo natural de venganza. La tercera, la disuasión para otros posibles criminales que puedan verse tentados a cometer un crimen similar. Por fin, la cuarta es el escarmiento para el propio reo, de forma que se le quiten las ganas de reincidir. Esta última función, el escarmiento, es más o menos asimilable al objetivo declarado en la Constitución de reeducación y reinserción. ¿Que no es lo mismo? Dado el funcionamiento real de las instituciones penitenciarias, pensar que le reeducación es algo distinto de encerrar al reo y esperar que se reeduque por sí mismo,  reflexionando sobre adónde le ha llevado su comportamiento anterior, sería una broma pesada.
Que el escarmiento es una de las funciones de la condena, está bien claro. Pero hacer del mismo la única y principal, como pretende la Constitución, no se sostiene. Por eso hay tanta confusión.
Para aquellos delitos en que la seguridad no se considera un problema, existe la multa o los trabajos en comunidad. Cumple perfectamente las otras tres funciones.
Lo que está muy claro es que ni las cárceles, ni las penas que se fijan, están realmente concebidas para procurar la rehabilitación de los reos. El tiempo necesario para conseguir una rehabilitación es imposible de prever. En realidad, las penas se estipulan según lo grave del delito (es decir lo que la sociedad considera más execrable), no según las características del delincuente, que es el que se tiene que rehabilitar.  Ni siquiera se tiene en cuenta de si el tipo de delito es más o menos susceptible de ser corregido. 
Así, un criminal que realiza pequeños hurtos pero que no siente ningún remordimiento por ello, puede que sea irrecuperable. ¿Le impondríamos la pena máxima posible? Un maltratador de su mujer se muestra completamente arrepentido ya en el juicio; los psiquiatras dicen que es improbable que reincida ¿lo dejaríamos en libertad? Sin embargo, ambas cosas serían las indicadas si la reinserción es la única función de la condena.
En resumen, no seamos ingenuos ni hipócritas. Las condenas tienen esas cuatro funciones y las han tenido siempre.
Para terminar, hagamos un experimento imaginario: supongamos que un tratamiento médico innovador eliminase las tendencias pedófilas de un individuo de un plumazo. ¿Estaría la sociedad de acuerdo en que un consumado pedófilo, autor de múltiples violaciones infantiles, saliese en libertad sin pasar un solo día en la cárcel, por aceptar someterse a dicho tratamiento? Probablemente, no. Sin embargo, esta práctica cumpliría plenamente el mandato constitucional, además de cumplir la primera función (la seguridad). ¿Por qué no, entonces?
Pues porque no cumpliría la segunda (el resarcimiento) ni la tercera (la disuasión). En efecto, la sociedad ardería de indignación al ver una foto del antiguo pedófilo, saliendo sonriente de la clínica con esos crímenes a su espalda, feliz de haber escapado de una larga condena. Tampoco cumpliría la tercera (la disuasión): otros pedófilos igualmente enfermos, pero más timoratos, podrían animarse a hacer realidad sus fantasías si saben que, en el peor de los casos, todo lo que les espera es un tratamiento indoloro. 
Como conclusión, como dicen los políticos ante los crímenes más horrendos, en esa frase tan alejada de los altos ideales de rehabilitación de los presos: que se pudran en la cárcel.


lunes, 16 de febrero de 2009

Lloremos por los muertos, pero que sigan muriendo

Se han recuperado 24 cadáveres cerca de Lanzarote de la embarcación que naufragó ayer, con inmigrantes africanos que trataban de llegar a Canarias. Entre ellos hay varios niños. Acabo de oir la noticia en Radio 5.
El noticiario abría con una lamentación que parecía tan sincera por parte del redactor que cuesta trabajo darse cuenta de hasta qué punto es hipócrita: algo así como que "la fuerza del mar y las mafias" los habían condenado.
Ni una ni las otras son más que circunstancias. Las mafias son meramente personas que cobran a los inmigrantes por hacer un viaje muy peligroso. Los inmigrantes pagan su pasaje a sabiendas del riesgo que corren. Pero tienen poca elección: huyen de la guerra y del hambre.
Somos los europeos los que hacemos que su viaje sea difícil: podrían venir en ferry desde Ceuta.
Esas veinticuatro personas, como miles antes que ellas, mueren porque nosotros se lo ponemos difícil. Y lo hacemos porque, de lo contrario, nos inundarían por millones y se colapsaría nuestra sociedad del bienestar. Lo sabemos y preferimos llorarlos, pero que sigan muriendo.

martes, 3 de febrero de 2009

Derechos humanos y otros derechos

En la esfera ética, las personas tienen derechos. A veces se habla de los derechos de "colectivos", como puedan ser los gays, los ciegos, las mujeres, los niños. Cuando se habla del derecho de un colectivo, uno se refiere al derecho de cada una de las personas que lo componen.
Distinto asunto es si pretendemos hablar de los derechos de otras entidades abstractas: pueblos, naciones, familias, instituciones, ciudades, países, empresas... En el plano ético, estas entidades abstractas no son titulares de derechos. No me refiero, por descontado, a los derechos humanos de las personas que las componen, sino a derechos de otra índole, de la entidad per se.

Las cosas son distintas en el plano jurídico. En un ordenamiento jurídico concreto, las personas pueden ser físicas y jurídicas (una empresa, por ejemplo) y ambas clases son desde luego titulares de derechos. Una empresa tiene derechos y deberes, así como un trabajador. Pero, a pesar de que la palabra ("derecho") es la misma que se utliza en el plano ético, su sentido es muy distinto en el ordenamiento jurídico. Cuando decimos que una empresa tiene derecho a despedir a un trabajador pagando una indemnización, estamos meramente expresando el contenido de una ley en un ordenamiento jurídico dado, no haciendo ninguna valoración ética.

Los derechos jurídicos de una mujer en Arabia Saudí son distintos de los que tiene en España. Sin embargo, los derechos son iguales en el plano ético, que no depende de las leyes.

Si mantenemos ambos planos nítidamente separados, encontramos un problema insalvable en la interpretación de la frase "el derecho de los pueblos a la autodeterminación". No admite una interpretación en el plano ético, puesto que la autodeterminación no es un derecho humano. Tampoco existe un ordenamiento jurídico en el mundo actual en el que la entidad "pueblos" sea una persona jurídica titular de derechos. El único ordenamiento jurídico que se le aproxima sería el derecho internacional, pero éste sólo reconoce los estados soberanos.

Los estados soberanos no son una entidad de destino en lo universal, como decía Franco de España. No los ha creado Dios. Los territorios que los componen son el resultado de guerras, invasiones y demás vicisitudes históricas. Cambian con la historia, pocas veces de forma no traumática. Cuando se produce una de estas vicisitudes (por ejemplo, un estado se anexiona un territorio que no era suyo, o un territorio se declara independiente), la comunidad internacional clama. A veces se desencadena una guerra. A veces ciertos estados toman partido. Finalmente, pasa el tiempo y llega la calma. Si ha dado lugar al nacimiento de un nuevo estado, éste acaba por ser reconocido por la mayoría de los otros estados. Es un hecho consumado, y nada tiene que ver con que los estados estén más o menos conformes con la nueva situación. El tiempo para que se restablezca la calma puede ser muy largo. Pero siempre llega al final.

En la ONU los estados son tratados como "personas jurídicas" indivisibles y sempiternas, y se les dan derechos de voto o de veto. El Derecho Internacional no va más allá.

Por su lado, el tribunal internacional de derechos humanos tampoco se preocupa de los derechos de entidades abstractas, sino sólo de los derechos de las personas.

¡Vaya! ¿Significa esto que el pueblo vasco (por ejemplo) no tiene el derecho moral a la autodeterminación? Pues sí, eso es lo que significa. ¿Significa que no sería deseable que el pueblo vasco se constituyera como un estado soberano? No, no significa eso. Algunos vascos pueden desearlo, y otros puede que no. Pero no puede argüirse como un derecho legal en ningún ordenamiento jurídico ni tampoco como derecho en el plano ético.


domingo, 1 de febrero de 2009

La única salida posible al conflicto palestino

La única opción que tiene el movimiento palestino es ganar la batalla moral, recurriendo a una estrategia de no violencia. Sin embargo, esto no casa con el espíritu guerrero de los palestinos.
Mientras sigan con la absurda idea de destruir el estado de Israel y continúen disparando esos patéticos cohetes desde la franja de Gaza, no van a conseguir más adhesiones internacionales. El objetivo realista es la creación de un estado palestino en los territorios ocupados por Israel en la guerra de los seis días. Para conseguirlo, dado que la opción militar (terrorista, guerrillera, como se desee llamar) no les lleva a ningún sitio, sólo la opción de la presión diplomática internacional puede dar frutos.
Hamás cree que molestando a Israel (pues poco más pueden hacer), su enemigo se verá forzado a provocar un derramamiento de sangre entre los palestinos. Después, podrán utilizar sus propios muertos como arma para incendiar el ánimo entre el mundo árabe y despertar la sensibilidad de la opinión pública occidental ante las masacres. No puede haber otro objetivo, puesto que el declarado (la eliminación de Israel) no es racional.
Pero la estrategia tiene un defecto básico: es demasiado obvia. Si Israel muestra un poco de sangre fría y espera las provocaciones de Hamás, la estrategia queda al descubierto. La única forma de apoyar a Hamás es justificar de algún modo que Hamás "tiene derecho" a lanzar ofensivas, pero Israel no tiene derecho a contraatacar. Esto equivale a tratarlos como "menores de edad": lo hacen porque están desesperados. Puede que eso le valga a una parte de la opinión pública, pero ciertamente no a mí.
En los análisis sobre el conflicto palestino, suele suceder que uno tiene una posición previa y luego es más o menos hábil buscando argumentos que la apoyen. No es mi caso. Lo que he expuesto es independiente de cuál de los lados en este conflicto tenga razón.
Hasta este punto me he abstenido cuidadosamente de juzgar lo que es justo. Otro día diré lo que creo que es justo.