miércoles, 25 de febrero de 2009

Que se pudran en la cárcel

Cuando la ciudadanía está indignada por un crimen horrendo, siempre se oyen voces clamando por la implantación de la pena de muerte. Los políticos, queriendo sintonizar al máximo con los sentimientos de la gente, suelen abogar porque los culpables "paguen por lo que han hecho", que caiga sobre ellos "todo el peso de la ley" o, para mayor efecto, que sean capturados y "que se pudran en la cárcel". Este último tiene el tono adecuado: el de alguien que está lleno de rabia, aunque se contiene para no pedir la pena capital. Truquillos de político.
A lo que voy: estas manifestaciones públicas dejan al descubierto lo que todos sabemos en el fondo. Por mucho que lo diga el artículo 25 de la Constitución de 1978 siguiendo las tendencias más modernas y civilizadas de los penalistas, las penas que se imponen por los delitos no deben tener como único objetivo la reeducación y la reinserción social del delincuente. Ni debe ser así, ni de hecho lo es.
Las cárceles existen desde tiempo inmemorial, mucho antes que las teorías de los penalistas, y cumplen cuatro funciones muy claras.
La primera función de la condena es la seguridad. Un peligroso criminal no debe estar suelto. Todo el tiempo que esté entre rejas es tiempo de tranquilidad para la sociedad.
La segunda función  es el resarcimiento de las víctimas y de sus familiares y de la sociedad en general. Dicho de otro modo, el deseo natural de venganza. La tercera, la disuasión para otros posibles criminales que puedan verse tentados a cometer un crimen similar. Por fin, la cuarta es el escarmiento para el propio reo, de forma que se le quiten las ganas de reincidir. Esta última función, el escarmiento, es más o menos asimilable al objetivo declarado en la Constitución de reeducación y reinserción. ¿Que no es lo mismo? Dado el funcionamiento real de las instituciones penitenciarias, pensar que le reeducación es algo distinto de encerrar al reo y esperar que se reeduque por sí mismo,  reflexionando sobre adónde le ha llevado su comportamiento anterior, sería una broma pesada.
Que el escarmiento es una de las funciones de la condena, está bien claro. Pero hacer del mismo la única y principal, como pretende la Constitución, no se sostiene. Por eso hay tanta confusión.
Para aquellos delitos en que la seguridad no se considera un problema, existe la multa o los trabajos en comunidad. Cumple perfectamente las otras tres funciones.
Lo que está muy claro es que ni las cárceles, ni las penas que se fijan, están realmente concebidas para procurar la rehabilitación de los reos. El tiempo necesario para conseguir una rehabilitación es imposible de prever. En realidad, las penas se estipulan según lo grave del delito (es decir lo que la sociedad considera más execrable), no según las características del delincuente, que es el que se tiene que rehabilitar.  Ni siquiera se tiene en cuenta de si el tipo de delito es más o menos susceptible de ser corregido. 
Así, un criminal que realiza pequeños hurtos pero que no siente ningún remordimiento por ello, puede que sea irrecuperable. ¿Le impondríamos la pena máxima posible? Un maltratador de su mujer se muestra completamente arrepentido ya en el juicio; los psiquiatras dicen que es improbable que reincida ¿lo dejaríamos en libertad? Sin embargo, ambas cosas serían las indicadas si la reinserción es la única función de la condena.
En resumen, no seamos ingenuos ni hipócritas. Las condenas tienen esas cuatro funciones y las han tenido siempre.
Para terminar, hagamos un experimento imaginario: supongamos que un tratamiento médico innovador eliminase las tendencias pedófilas de un individuo de un plumazo. ¿Estaría la sociedad de acuerdo en que un consumado pedófilo, autor de múltiples violaciones infantiles, saliese en libertad sin pasar un solo día en la cárcel, por aceptar someterse a dicho tratamiento? Probablemente, no. Sin embargo, esta práctica cumpliría plenamente el mandato constitucional, además de cumplir la primera función (la seguridad). ¿Por qué no, entonces?
Pues porque no cumpliría la segunda (el resarcimiento) ni la tercera (la disuasión). En efecto, la sociedad ardería de indignación al ver una foto del antiguo pedófilo, saliendo sonriente de la clínica con esos crímenes a su espalda, feliz de haber escapado de una larga condena. Tampoco cumpliría la tercera (la disuasión): otros pedófilos igualmente enfermos, pero más timoratos, podrían animarse a hacer realidad sus fantasías si saben que, en el peor de los casos, todo lo que les espera es un tratamiento indoloro. 
Como conclusión, como dicen los políticos ante los crímenes más horrendos, en esa frase tan alejada de los altos ideales de rehabilitación de los presos: que se pudran en la cárcel.


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