miércoles, 21 de noviembre de 2007

La industria de hacer copias

Antes de la imprenta, el concepto mismo de autoría no era muy importante. El autor de muchos libros anteriores a la imprenta se perdía irremisiblemente.

El libro impreso supuso una revolución cultural aún mayor que la internet de ahora. Con ella, la publicación de libros se convirtió en una actividad económica viable y surgió la necesidad de evitar la copia no autorizada. El Estatuto de Ana (1.710) , en Inglaterra, fue la primera legislación de copyright como tal que reconocía al autor un monopolio de reproducción (que expiraba a los 14 años).

Como tantas veces, un avance tecnológico cambia las reglas del juego: un bien cultural se convierte en un bien económico y pasa a ser protegido por una ley.

En el siglo XX surgieron otras formas de creación susceptibles de copia: la música grabada y el cinematógrafo fueron las más importantes. Las leyes de copyright se extendieron a ellas.


Al ser extendidas a otras formas de propiedad intelectual, las leyes de copyright, que se limitaban a regular el derecho de realizar copias de una obra, fueron modificadas para regular los derechos de uso de una obra. Poner un disco en un bar (sin la oportuna autorización) pasó a ser una infracción del copyright, aunque el dueño del bar no había realizado copia alguna: sencillamente deseaba amenizar su local con un poco de música. La mera exhibición de una obra, según las circunstancias, puede violar un derecho del autor, porque adquirir un disco significa obtener unos ciertos derechos de uso, pero no otros (un cuadro o una fotografía, en cambio, sí pueden ser colgadas de la pared del bar sin infringir el copyright). Poner música atrae gente al local y aumenta el negocio. A mayor escala, una cadena de televisión en abierto tiene que pagar derechos de emisión de una película al propietario del copyright: las buenas películas aumentan el share y por tanto los ingresos por publicidad.

Como se puede ver, los derechos de uso se van ajustando para impedir que alguien obtenga un beneficio económico de la obra adquirida sin hacer partícipe al autor original.

El problema surge cuando la obra se difunde sin que nadie obtenga un beneficio económico de dicha difusión. No estamos hablando ahora de que alguien se enriquezca a costa del autor, sino que desaprezca el negocio mismo de la venta de copias de una obra (negocio éste que no existía antes de Gutenberg), como efecto de una difusión masiva a coste cuasi nulo.

Hasta hace muy poco, tal problema no se planteaba siquiera. Cierto es que los negocios de la música grabada y la cinematografía se encontraron con algunos tropiezos tecnológicos en los años 70 y 80, respectivamente. La música se topó con la cassette de audio, introducida en 1964 y que pasó a tener una calidad aceptable cuando se introdujo el sistema Dolby en los años 70. Los adolescentes grababan sus canciones favoritas de las emisiones de radio, y se pasaban las cassettes entre sí. La transferencia era persona a persona, y con pérdida de calidad en cada copia. La industria musical apenas se enteró. Las películas se tropezaron en los 80 con el vídeo doméstico. Para la industria cinematográfica, acostumbrada a que sus ingresos vinieran principalmente de la taquilla,y que consideraba los derechos de emisión en las televisiones como un ingreso adicional, el alquiler de películas de video resultó un negocio inesperado que revalorizó sus archivos y prolongó la vida útil de los estrenos. Aunque la gente grababa las películas de la tele, se realizaban pocas copias de un videocassette a otro. Nada grave. En resumen, la industria cinematográfica le sacó buen partido al VHS.

La tecnología actual ha hecho insignificante el coste de la copia de música y películas y en cuanto a la difusión, la ha dotado de una rapidez viral.
Esto supondrá indefectiblemente (está ya suponiendo) la muerte de la industria musical (más concretamente, el negocio de la música grabada). La industria cinematofráfica se beneficia en cambio de las nuevas formas de difusión (en última instancia, siempre puede volver a su viejo modelo de negocio de explotación en los cines, renunciando al negocio del DVD y dejando a las redes P2P huérfanas de copias de calidad, intercambiando infames screeners).

En cuanto a la industria editorial, su hora está cerca. Las grandes enciclopedias familiares y muchas otras obras de consulta ya han muerto (pero no por la fotocopiadora, como arguyen patéticamente las codiciosas sociedades de derechos de autor), sino por la internet. La edición impresa de obras de literatura y ensayo caerán también como negocio en cuanto la tecnología ofrezca una forma cómoda de leer en una pantalla, cosa que aún no ha sucedido. En ese momento, una obra se convertirá en un fichero informático que se intercambiará en la red. El negocio que nació gracias a un avance tecnológico de la mano de Gutenberg habrá cumplido su ciclo y morirá a manos de otros avances tecnológicos. Así son las cosas.

En cuanto a las bibliotecas públicas, nunca hicieron mucho daño a los autores, de forma que, curiosamente, los autores no cobran un duro cada vez que alguien toma prestado un libro. En unos años, asistiremos a la contradicción de que los libros físicos se podrán obtener prestados gratuitamente en las bibliotecas, pero su intercambio en las redes P2P estará demonizado.

Por supuesto que esto no significará la muerte de la música o la literatura, como quieren que creamos sus respectivas industrias (cuyo modelo de negocio está basado en la venta masiva de copias de las obras). La música y la literatura se han venido practicando desde tiempos pretéritos, por una necesidad básica de los hombres, mucho antes de que estas efímeras industrias vieran la luz, y seguirán perviviendo cuando éstas hayan muerto.

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